La gran naranja

por Franca Levin


El puente Manhattan queda atrás y el tren vuelve a adentrarse en la oscuridad del mundo subterráneo. Nunca fui fanática de viajar en subte porque el mapa mental que guía mi rumbo se mete en una licuadora: una vez afuera soy incapaz de caminar en el sentido correcto. SIn embargo, a medida que la escalera mecánica me devuelve a la superficie veo que eso no será problema hoy: el Barclays Center, pabellón deportivo de los Brooklyn Nets, emerge como un monstruo ante mis ojos.

This Stop: Playoffs[1] es el eslogan que invita a acompañar al equipo local esta noche, tercer juego de la serie contra los Philadelphia 76ers. Letras negras, gruesas y desprolijas sobre un fondo de ladrillo blanco juegan a ser grafiti en una ciudad tan marcada por el arte callejero como Nueva York. Esto lo entendí hace unos días, mientras caminaba por el barrio de Bushwick, también en Brooklyn. Si bien por toda la ciudad los murales nos sorprenden e interpelan, en este barrio se da algo particular. Joseph Ficalora, un jóven que creció entre sus calles desiertas y paredes frías, es el fundador del Colectivo Bushwick: una galería a cielo abierto que año a año convoca a artistas callejeros de todo el mundo a dejar su marca en lienzos de ladrillo. Me perdí fácil en el laberinto de una zona industrial que no tenía nada especial hasta que sus muros desnudos se entregaron al arte. Hay un grafitti que resume la filosofía del barrio, ocupado mayoritariamente por hispanos: walls are for painting, not dividing[2].

Los murales del Colectivo Bushwick cambian todos los años.

Los Nets se mudaron desde Nueva Jersey a Brooklyn en 2012, por lo que todavía buscan generar un sentido de pertenencia en tierra donde los New York Knicks son dominadores históricos. El arte callejero parece ser un canal para generar en el público local cierta identificación y empatía.

Mi cabeza vuelve al aquí y al ahora: acróbatas disfrazados de jugadores dibujan garabatos en el aire en una cancha improvisada en la entrada del Barclays Center. A mi lado, un nene de 7 u 8 años juega con sus dedos para controlar la ansiedad. Después de encestar un triple en medio de cuatro piruetas, los gimnastas se retiran y dan paso a unos roperos de dos metros y 150 kg que invitan al púbico a tirar. De ahí viene el estado de excitación del nene, es el primero de una fila de la que formé parte sin darme cuenta.

¿Será uno de los miles de chicos que todas las tardes invaden las canchas barriales? Mientras que en Chelsea o en el Upper East Side es más común ver gorras y guantes de béisbol, cerca de los complejos de viviendas del Bronx, Queens o Brooklyn las canchas de básquet ganan por goleada. Son pibes que crecen con la mirada puesta en estos focos y el sueño de algún día llegar la NBA. Para muchos, lo más cerca será tirar unos libres a los pies del Barclays Center.

Mantengo mi lugar en la fila, detrás de este niño, a pesar que no lo busqué.

Tenía más o menos la edad de este chico cuando tuve mi primer contacto con la pelota naranja. En Costa Azul, balneario uruguayo donde era tradición veranear con mi familia, habían puesto un aro de básquetbol. Estaba indignada con aquel poste de hormigón al que le faltaban dos palos para ser arco de fútbol. Pero antes de darme cuenta ya contaba atardeceres al ritmo de la naranja picando. Imaginaba rivales molestando, hinchas alentando y relojes con la cuenta regresiva de un partido que se extinguía con derrota. No siempre era la heroína, pero gozaba cada instante en que el mundo se suspendía hasta que la bola atravesara, o no, la red.

Veinte años después acá estoy. Ya no es el poste de hormigón con tabla de madera, los espectadores dejaron de ser imaginarios y no tengo que ir a buscar la pelota después de tirar. Sin embargo, el primer intento es propio de una niña de 4 años y no de alguien que practicó deportes toda la vida. Le atribuyo la culpa a la pesada mochila y para el segundo tiro me la saco. Con ella también me desprendo de los ojos que siento clavados en la nuca y me transporto a la calma de los veranos en el balneario que me vio crecer. Con las piernas levemente flexionadas, envuelvo la pelota formando una T con las manos y disparo. La parábola es casi perfecta y va derecho a embarazar la red. Ahora le toca a las estrellas.

Los Nets dominan el inicio del partido y el público se entusiasma. Los sonidos se mezclan y superponen en una cadena sin fin: la bocina de posesión, el festejo de gol, el coro defense-defense [3], los chillidos de las zapatillas contra el parqué y hasta el pique de la pelota, que parece llevar un micrófono escondido entre sus más de 9 mil puntitos. El técnico visitante pide minuto de tiempo, la música estalla desde cada rincón y los acróbatas vuelven al ataque con banderas de GET LOUD[4]. El público se para, grita, y revolea la toallita de cortesía que descansaba en perfecto equilibro en el respaldo del asiento.

Bocinas, gritos, luces, pantallas: puedo estar hablando de un partido de NBA o del centro de Manhattan. Lugares donde el silencio es una falta de respeto o muestra de debilidad. Hace una semana volví a pisar Times Square después de nueve años y sentí el mismo vértigo que la primeza vez. Un camión de bomberos esquivando taxis y bicicletas me despertó la duda si sería una emergencia real o un gato en un árbol. Un móvil policial salió disparado en la dirección contraria. Un homeless [5] discutía con el aire, escupiendo insultos y revoleando los brazos en todas direcciones. Un grupo de raperos se desafiaba con rimas en la escalera del subte. Una pantalla me recordaba que faltaban 2 días, 3 horas y 6 minutos para la octava temporada de Game of Thrones. Un Audi atacaba con la bocina a los peatones que cruzaban con luz roja. El martillo eléctrico de los obreros me hacía cosquillas en pies y oídos. Times Square es un show ininterrumpido que ataca a los cinco sentidos.

El bombardeo de estímulos en el centro de Manhattan es constante.

Maldigo a la cerveza que me obliga a ir al baño en los momentos más inoportunos: LeVert acaba de clavar un triple que deja a los Nets a solo un punto. Aunque quedan 9 minutos, que en idioma basquetbolístico pueden ser 20, aguanto las ganas hasta que llegue el entretiempo. Sin embargo, los otros miles de espectadores comparten mi brillante y original razonamiento y los pasillos se transforman en una peregrinación a baños y puestos de comida. Bajar las escaleras apurada tiene incluso mayor grado de dificultad que esquivar turistas atravesando el puente de Brooklyn en bicicleta. Porque siempre, en cualquiera de las dos situaciones, hay alguien que no respeta los espacios y quiere una foto en el momento y lugar menos indicado.

Los Brooklyn Nets regresan a la cancha para el segundo tiempo, pero el espíritu competitivo y hambre de ganar quedaron en el vestuario. Cada vez que Philadelphia ataca tengo la certeza de que va a terminar en un triple de Redick o una hundida infernal de Ben Simmons. Pero cuando le toca a los Nets, la pelota se transforma en una de esas enormes que se usan en pilates y el aro se come un hongo de Mario Bros que lo hace diminuto. Los Sixers aprovechan la ausencia espiritual del rival y se escapan en el marcador: la derrota es inevitable.

Los Brooklyn Nets desambulan perdidos por la cancha y el partido se les escapa.

Suena la campana final y los jugadores rápidamente se van a los vestuarios. El público había empezado a mermar varios minutos antes y ahora sale el resto, pensando en ir a tomar una cerveza o acelerando el paso para llegar a ese tren que los lleve de vuelta a casa. Tal vez es la costumbre rioplatense de vivir el deporte con un estrés que coquetea con fallas cardíacas, pero no deja de sorprenderme la apatía y despreocupación de estos hinchas.

Mientras busco la salida, me sorprendo de estar sonriendo. Una felicidad espontánea que no condice con la remera de Brooklyn que tengo puesta. Bajo la mirada y me muerdo el labio para evitar que la sonrisa siga ganando terreno en mi cara, pero es una batalla sin sentido. La Franca que está saliendo por la puerta principal del Barclays Center no soy yo, es la niña que cada domingo se rebelaba contra la hora de dormir para ver por televisión los resúmenes de la NBA. Capaz, este cosquilleo que florece en hoyuelos profundos y ojos achinados, es lo que pasa cuando cumplís un sueño.


[1] “Esta parada: Playoffs”. Instancia en que los mejores 16 equipos de la temporada regular de la NBA se enfrentan en series eliminatorias al mejor de 7 juegos, hasta determinar quién es el campeón.

[2] “Los muros son para pintar, no para dividir.”

[3] “Defensa-defensa” es un típico canto de las tribunas de NBA cuando el equipo visitante ataca.

[4] “HAGAN RUIDO”

[5] Persona sin hogar, que vive en la calle. Son un triste patrimonio de NYC.




Humedad

por Lucía Gil


Amanezco abrazada a Fran, como cada día durante los últimos dos años. Sólo que ahora el mapa cambió y las bocinas que suenan de fondo a las ocho de la mañana son las de Lima, Perú.

Como si estuviera tocando con la punta de mis dedos la espuma del mar, me asomo al comedor. Hay olor a sal. El agua se condensa sobre la mesa como si brotara del mismo vidrio y por más que paso una servilleta, la humedad sigue ahí. Estancada. Como en los charcos de barro que se formaban en el patio de tierra del colegio. ¿Será que sólo el verano seca los muebles?

Son las 8.30 y ya empecé con las videoconferencias. Las tomo desde el living. Veo el mar desde la ventana, no tiene espuma. El agua parece una cama recién hecha, sábanas celestes estiradas de forma perfecta con esa tensión que sólo mi abuela lograba. Hablo de dólares, de ingresos, de países y de todas las cosas de negocio que son tan importantes y urgentes, pero miro hacia el malecón.

Transcurre la mañana, una pausa para comer al mediodía. Lentejas. Porque ahora vivo en Perú, y acá la tradición dice que los lunes hay que comer lentejas para que haya abundancia, buena suerte y un plato de comida cada día de la semana.

A la tarde corro también. Correr es un decir. Salgo de un llamado y entro en otro, mientras resuelvo cosas en paralelo por WhatsApp. Pero estoy sentada. Estática. Desde el comedor, veo los parapentes que van y vienen como péndulos del cielo.

A las 6 de la tarde el sol baja en un suspiro y desaparece tras las nubes que parecen glaciares. Nunca el cielo se despeja del todo. Espero un poco por las dudas que mi jefe quiera algo urgente y, cuando estoy segura, salgo.

Fran se queda, se sumerge en la eléctrica. Jugará entre pedales a crear sonidos que no sabía que estaban en su sangre. Siempre los encuentra, como si toda su verdad no fuera más que una canción. Siempre ahí, a punto de salir. Podría escuchar tantos guitarristas en tantos lugares para volver siempre a ese aullido.

Todo el día vi el Puente Villena Rey a través de la ventana, ahora lo cruzo por debajo. Cada vez que mencionamos que vivimos en Bajada Balta nos dicen: “Ah, en el puente de los suicidas”. Durante los 90’ era muy popular, la gente pasaba caminando y ahí mismo decidía tirarse. Miro hacia abajo, hay un cercado de plástico con luces y pinches. Antes, podías asomarte, extender tus brazos y esperar el piso adoquinado en la cara.

A partir de las 7 de la tarde, el pasto, las palmeras y los arbustos del malecón de Miraflores transforman sus pieles. Como si acabaran de correr, sus cuerpos huelen más. Para mí, es una mezcla de eucalyptus con menta y hierbaluisa, pero también con madera, agua, nube, pis, manzanilla y todos los olores herbales que puedo recordar haber vivido alguna vez. Los ratones pequeños cruzan de un lado al otro de la bicisenda a la velocidad de Bolt. Las cucarachas avanzan sin miedo entre bicicletas y monopatines. Y el sonido de la marea sube el volumen, tapa los motores de los autos y camiones que iluminan los 18km de la Costa Verde.

No me canso de caminar mirando al mar. Cuando no hay tanta gente alrededor, me gusta dar un paso tras otro con los ojos cerrados. Sentir el viento en la cara, raspando la comisura de mis labios y atravesando mis brazos. El viento como lanzas que me recuerdan el pulso que me mantiene viva hace casi 30 años.

Vuelvo a tener 12 y estoy galopando en el campo que queda cerca de Patricios, uno de los tantos pueblos fantasma desde que el tren que recorría la Provincia de Buenos Aires dejó de transitarlo en los 70’. Veo la laguna a unos pocos metros y no me importa mojarme porque voy arriba de Ansiosa. Mis piernas a sus lados se dejan llevar por la sangre que es río bajo el pelaje marrón. La velocidad límite entre la adrenalina y el miedo invade mis tendones y llega a mi garganta.

Es este mismo viento. Siempre gritando que el límite no es el alambrado o el precipicio. ¿Hasta dónde te animás?, me sopla en secreto. Suspendo la pregunta. Otra vez.

Durante las noches de otoño el olor a humedad parece calcado al de la casa de mi infancia, ese que hincha la madera y traba puertas sin saberlo, que ahuyenta a las arañas, invitándolas a salir de su escondite para visitar las esquinas de los baños y los techos de los cuartos las noches de lluvia.

Pero en Lima no llueve.

Los primeros dos meses que viví acá apenas vi el sol. Lo descubrí después: la ciudad brilla de fines de noviembre a principios de abril. Es decir, en verano. Ahí sí, se confunde el celeste del cielo con el del mar y las hojas de los árboles hacen su juego de luces, reflejan verdes claros y oscuros al mismo tiempo. Se ve el papel plateado titilar sobre las olas desde el mediodía hasta las 4 de la tarde y chicos saltando en la playa de piedras grises, azules y negras labradas por los años.

El resto del tiempo la ciudad es gris. Es sabido, en Lima no llueve. Una vez, vi tres gotas caer del cielo una tardecita de martes.

Me quedan los recuerdos.

El techo de policarbonato sonando con todos los decibeles en mi casa de 9 de Julio, una ciudad con poco más de 40.000 habitantes, igual a tantas otras de la Provincia de Buenos Aires, con su plaza, su escuela y la Municipalidad como centro. Las gotas se escuchaban como si fueran el doble de gruesas cada vez que golpeaban y si querías saber si garuaba o había una tormenta, lo mejor era asomarse a la puerta del jardín o a la vereda. Al principio, a los cinco ─mi papá, mi mamá, mi hermano y mi hermana─ nos resultaba muy estruendoso. Después, nos acostumbramos. Era la banda sonora de nuestros sueños cuando llovía por las noches o la compañía nada silenciosa de los domingos más domingueros, los de mate y facturas haciendo algún juego de la revista o leyendo.

Sin embargo, la lluvia que extraño es la más reciente, la de la calle Beauchef, en Buenos Aires, cuando veía a Fran tocar la guitarra en el living, a contraluz, un solo con el agua como batería. Mientras, yo leía un libro y pensaba que no necesitaba más nada.

La lluvia apacigua el beat de la ansiedad. Te dice “frená” cuando no escuchás a nadie, te recuerda que la pausa hace bien, es necesaria, que podés respirar.

Pero en Lima no llueve.

Nuestra pausa ahora son las olas que se mueven a un compás distinto cada día. Levanto la vista, miro el agua, respiro, otro mail. Levanto la vista, miro la espuma, respiro, me sumo a la call. Nueve o diez horas así. Sin pausa, pero con pausa.

Si le preguntás a mi abuela Susi, no se va acordar de ninguna lluvia en particular pero te va a decir que a la escuela tenía que ir igual. Que se usaba paraguas y listo. Si le preguntás a mi abuela Hebe, te va a contar que tenía que cruzar los cinco patios de la casa chorizo —la que había terminado de construir mi bisabuelo allá por 1924— corriendo con el paraguas hasta llegar a su casa.

Para ellas, la lluvia es con paraguas. La mía nunca lo tiene.

Cuando llueve a cántaros siento el agua hasta en los huesos. Como cuando vi a Charly en el concierto subacuático, en el Estadio de Vélez, en la ciudad que no duerme, Buenos Aires. O esa vez que, aunque llovía torrencialmente, bajé al chino a comprar un paquete de papas fritas y me mojé tanto que cuando volví al departamento lo primero que tuve que hacer fue bañarme.

La lluvia revitaliza. Es una cachetada de estoy viva. Estoy mojada. Tengo frío.

Ahora ese golpe son las clases de surf. El wetsuit no protege los pies, la cara o las manos, ni la cabeza cuando rompe una ola gigante a tus espaldas. A veces, las olas que vienen de frente parecen cientos de caballos blancos y salvajes galopando con las crines al viento. Esa espuma no se atraviesa así nomás, bajo de la tabla y dejo que la estampida pase por encima mío, se enmudece el mundo durante esos segundos y es la humedad la que me habita.


Nostalgia de Serén

por Julia Barandiarán


Sé que esta historia empieza un viernes de enero de 2001. Que tenemos diecinueve y veinte años. Que aún no conocemos el imperio Google ni los likes. Que el siglo XXI recién asoma y que nosotras viajamos al pasado. Cuento con dos páginas y media de notas mal redactadas, dos tickets de transporte, seis fotos en papel y el espejo roto de mi memoria (tomo prestada esta metáfora a un célebre colombiano).

Mi hermana me envía por wasap las fotos digitales de las fotos analógicas y se juntan las dos puntas de este ovillo. Primera imagen: en el centro hay una jovencita parada sobre un camino angosto y limpio de nieve; detrás, las vías del tren y los postes del tendido eléctrico, nevados; más lejos, unos vagones, cinco casas con techos nevados y unos pinos también nevados. Como telón de fondo, montañas. Nevadas. La nieve resplandece alrededor de la figura oscura a la que le adivino una sonrisa que conozco bien. Estoy en la estación de Primolano, son alrededor de las cuatro de la tarde y acaba de dejarnos allí un tren proveniente de Bassano del Grappa. En la segunda imagen estoy yo en primer plano y Serén del Grappa detrás: un puñado de casas con techo a dos aguas (nevados), árboles pelados, la torre de la iglesia como un cohete espacial. Hay cuatro fotos más: Lucía o yo con Iolanda y otros parientes. Posamos en la cocina.

¿Cuántas fotos sacaríamos hoy? Mi mamá acaba de hacer el (no) mismo viaje y transmitió en directo su llegada al pueblo ancestral, los paccheri con nero di seppia, asparagi e stracciatella que cenó esa noche y las campanas que la despidieron al día siguiente. Ahora se mira en simultáneo. Miramos y olvidamos. A mí me gusta tener seis fotos. Valen porque son solo seis y una está medio quemada. Benjamin definía el aura como “manifestación irrepetible de una lejanía”. A él le preocupaba que la reproductibilidad técnica marchitara el aura de las obras de arte, yo reflexiono sobre el viajar. El veintiuno de enero escribí en mi diario: Estamos en lo de Iolanda y esto es surrealista. Luego describí el periplo. Ahora abro Google Maps y elijo “Ir”. En la caja de arriba escribo “Venecia” y en la de abajo “Serén del Grappa”, que aparece enseguida. Mejor ruta en transporte público. El dibujito del tren y al lado “9 h 17”. Despliego las opciones. Qué fácil, cuánta información. Hace 14 grados. Mi aventura se diluye.

Me instalo en el recuerdo. Después de sacar la foto y con caras de ahora qué cruzamos las vías y entramos al único edificio vivo. Aparecimos en otra dimensión: en ese bar, encajado entre las montañas frías y solitarias, había charla, calor, movimiento. Los viejos parecían eternizados, sentados en sus mesas, tomando vino y conversando desde los tiempos de los tiempos. No había lugar para timideces. Nos acercamos a la barra y preguntamos cómo llegar a Serén. Alguien que ya no tiene rostro nos informó que podíamos tomar un autobús a Santa Lucia y averiguar allí. Era una carrera de postas. Solo había dos autobuses por día y estábamos de suerte porque el segundo estaba por llegar.

Googleo “Primolano” y lo primero que aparece es una imagen de la estación. ¡Está igual! Miro la ubicación geográfica y entro en Wikipedia: localizzazioneterritorioaltre informazioni… Vuelvo a mi Primolano: nieve, frío, viejos que nos miran con descaro, el autobús llega en una hora y Lucía me saca la famosa foto blanca con nuestra camarita compacta de los noventa. Guardo abrochado en mi cuaderno el ticket del autobús. La tinta era buena, no se borró. Dice: Vale il 19/01/2001. Per 02 persone. Da Primolano a S.Lucia (Feltre) A L. 7400. Euro 3.82. Ahora recuerdo que los países europeos habían empezado entonces su plan de adaptación a la moneda común. Fuimos las únicas pasajeras hasta que el micro paró en una escuela y subió a dos docenas de chicos que hablaron a los gritos hasta Santa Lucia, donde terminaba el viaje. Cuando bajamos, los chicos tenían madre, padre y casas. Nosotras, la pregunta. Atardecía y el frío apuraba. Esta vez la respuesta fue “a piedi”. Unos cinco kilómetros, por la montaña, por ahí.

Menos mal que era en las afueras de Venecia, el abuelo habrá ido en auto y ya ni se acuerda, seguro, si fue hace un montón, y si Iolanda no está, y si se murió, y si no nos cree, cómo no va a estar, está viva, tenemos nuestros pasaportes, y la carta, ya es de noche, qué frío que hace, debe haber lobos, ¿lobos?, no exageres, pero apurate que me congelo, alguna posada habrá, pero si son veinte casas, tengo mucho hambre, bueno, golpeamos alguna puerta, somos peregrinas. “Somos peregrinas” dijo mi hermana y yo la miré asombrada. Entonces era cierto que los viajes te envalentonan. ¿Por qué no llevábamos mapa?

Entramos al pueblo con la última luz de la tarde y un dedo congelado empujó el primer timbre que nos salió al paso. Lo que sucedió a continuación fue tan vertiginoso que quedó archivado en mi memoria en dos imágenes. Primera: la puerta se abre y hay una señora de más de setenta años con cara de asombro. Segunda: Lucía y yo engullimos una merienda (café con leche y un platito con biscotti) que delata que llevamos horas sin comer. Me esfuerzo por recordar el pasaje de una escena a la siguiente y veo un sobre arrugado, dos pasaportes bordó y un índice que subraya sobre el papel PARENZA – ARGENTINA – ALDO – IOLANDA. Veo que la señora llama por teléfono y que a los cinco minutos llegan dos señoras más. Hablan entre ellas, nos miran, están concentradas en resolver el misterio de las peregrinas. Un minuto más tarde llega otra señora con cara de desconfiada. Continúan su conciliábulo. Nosotras, nuestros biscotti. Somos objeto de debate pero no tenemos voz ni voto en el asunto. Nos llaman. La señora desconfiada es Iolanda Parenza, la prima de mi abuelo. Ahora que entendió todo está emocionada y celosa de que estemos en lo de su vecina comiendo su comida. Nos abraza, gesticula una bienvenida y nos lleva a su casa. Caminamos cinco metros, doblamos la esquina, ocho metros más, ya llegamos. Somos las nietas que no tuvo y nos secuestra tres días.

Mi cuaderno sigue: Nos quedamos ya dos noches y tenemos intención de partir mañana temprano, pero Iolanda no quiere que nos vayamos y no hay modo de hacerle entender los motivos. ¿Tenemos intención de partir? Qué cautela en la expresión. El verbo que va ahí es “rajar”. Durante esos tres días, Iolanda habló sin descanso y nos contó las historias de cada pariente. Todas tenían idéntico desenlace: è morto. También nos llevó al cementerio y armamos un árbol genealógico que todavía conservo. Si la persona estaba morta, dibujábamos una cruz al lado de su nombre. Giovanni Parenza y María Prenot tuvieron doce hijos, el séptimo fue el famoso “abuelo Ángel” de mi mamá. Ángel en realidad es Angelo y nació en 1897. El 16 de enero de 1915 llegó a la Argentina en la tercera clase del buque Re Vittorio, con diecisiete años, religión católica y un oficio de mecánico de autos. Sabía leer y escribir. Se casó con María Menegaz y en 1923 nació Aldo, mi abuelo.

En 2019, la nieve, los biscotti, Iolanda y el cementerio habrían atravesado el océano en un segundo. Pero la nuestra es historia remota y mi mamá tuvo que esperar varios días para no poder creer lo que le contábamos. En efecto, el domingo salimos las tres del brazo para la iglesia. Iolanda en el medio. Sé que sacamos una foto en el camino y que Lucía y yo necesitábamos un respiro lingüístico. Llegamos a la plaza, donde estaban la iglesia y su torre pinchuda. En cuanto el cura monopolizó la atención de los fieles nos escabullimos. Salimos al sol del mediodía, cruzamos la plaza en dos zancadas y nos colgamos del tubo del único teléfono público que habíamos fichado de reojo el día anterior. Metimos nuestras liras por la ranura y llamamos a unos padres que, en el otro hemisferio, aún no habían desayunado. ¡¿Dónde están, nena?! Nos peleábamos por hablar. En esas llamadas de monedas y con tanto para contar, uno se atolondraba. Cada palabra valía porque ocupaba un lugar y un tiempo mezquinos.


Encuentro cercano del inglés tipo

por Nicolás Verni


En junio del 2018, el agente Andy Boot del MI-6 — la CIA británica — rastreaba el territorio en búsqueda de mensajes que utilizaran palabrotas para describir a su Majestad la Reina Isabel II. Lo que el agente encontró fue algo totalmente impensado: una señal, lanzada desde las mismísimas Midlands inglesas, dirigida hacia el satélite más lejano de Saturno.

La señal era el informe de un alienígena operando de forma encubierta en el milenario pueblo de Warwick. Aunque este descubrimiento no tenía precedentes y trascendía todo lo que hasta ahora se sabía del universo, es verdad que era viernes  ya casi las cinco  y no hubiera tenido mucho sentido transmitir la noticia en ese momento.

Fue una pena que Andy tuviera, además, dos despedidas de soltero y un happy hour ya planeados; que, por primera vez en mucho tiempo, Inglaterra se dirigiera hacia cuartos de final en la Copa del Mundo; y que el príncipe Harry y Megan Markle anunciaran su compromiso. Era, simplemente, demasiado.

Sin embargo, el reporte existe, y es mi deber mostrarlo por primera vez en español.

Advertencia: lo que se revela a continuación es completamente real.


Mi todopoderosa Emperatriz Xaraxa:

Como usted sabe, Alteza, dejé nuestra brillante y azulada Blastonia para insertarme en este planeta que llaman “Tierra”, ese que tanto revuelo ha causado en las noticias hiperespaciales.

Aunque mi intención era empezar la travesía en el sudeste de Asia, tierra de comidas suculentas, condiciones atmosféricas agradables y mucho más accesible a mis créditos intergalácticos, la nave que piloteaba se desvió de curso y tuve que aterrizar en la isla que llaman Inglaterra, famosa por ser la tierra de los Beatles, la primera banda terrícola que tocó en el Simposio Interplanetario.

Para camuflarme en este país de bosques, lagos, colinas, pueblos medievales y ciudades de acero tuve que renunciar a mi piel verde y adoptar la forma de un ser humano pálido, delgado, con cabello de hoja seca y ojos como linóleo verde. Esta acción no me trajo placer alguno — en este planeta, los africanos son más atléticos, los asiáticos más elásticos y los sudamericanos mejores bailarines —, pero fue necesaria para mi integración ya que, por alguna razón que no entiendo, este es el tipo de humano que más le agrada a los ingleses.

Mi disfraz.

Para un blastoniano, el lenguaje inglés es muy difícil de dominar ya que está cargado de acentos que van desde lo medianamente distinguible a lo francamente imposible. Ejemplos de estos últimos son los escoceses, galeses e irlandeses que, enojados con Inglaterra por maltratos históricos, deformaron el idioma en algo que ningún blastoniano puede o podrá entender. Lo que logré fue un inglés práctico, más bien parco, que terminó por servir a mi disfraz, haciendo que la mayoría de las personas asumiera que provenía del este de Europa.

Al poco tiempo de mi llegada conseguí empleo en una tienda dirigida por un tipo de ingleses delgados y morenos, amantes del picante (un agregado obligatorio a la comida que causa un moderado incendio en el estómago y los efectos de un sauna sobre el rostro) provenientes de una colonia inglesa llamada India, de donde los ingleses extraen su té, sus condimentos y sus telefonistas.

Fueron meses duros, Alteza, pero la cercanía con estas criaturas me permitió aprender sobre sus hábitos:

• Las mujeres inglesas se saludan dos tonos por encima de la vara de normalidad humana. Es imposible describir el chillido que las terrícolas alcanzan, pero siendo lo más fiel posible, diría que se parece al sonido que hace un tenedor gigante raspando un enorme plato vacío.

• Los hombres, en cambio, son más secos e insisten en saludar con la mano pero tienen una deficiencia lingüística que les obliga a decir “cheers, mate” (chirs, meith) cada dos oraciones. Lo extraño es el significado: mientras que “cheers” es una forma de celebración, según el diccionario inglés, “mate” significa “amigo” pero también “pareja sexual”. Aún no logro distinguir de qué se trata exactamente.

• Los ingleses son víctimas de una compulsión religiosa: el perdón y las gracias. Cualquier interacción supone siete agradecimientos y cinco disculpas, aún cuando sea totalmente inmerecido. Creo que se trata de una cábala y que dichas palabras se consideran una protección contra la falta de cortesía, que en Inglaterra es castigada con la muerte.

• Esta nación, como la nuestra, posee una monarquía pero la forma en que los reyes y reinas consiguen el trono es totalmente distinta: aquí, el título se transmite familiarmente, sin ningún tipo desafío mental o combate a muerte. Lejos de parecerse a usted, con sus cuatro brazos musculosos, negras alas y terribles ojos que disparan rayos, la Reina de los ingleses es una anciana que, funcionalmente hablando, no se distingue de una planta u ornamento.

 

El futuro rey. Su madre, la reina.



• Psicológicamente, los ingleses sufren un extraño caso de amnesia. Hacen constante referencia a su “herencia”, aquellos aspectos de su ancestros que viven hasta el día de hoy: danzas (sacudidas tradicionales de piernas y brazos), festivales (ciudades hechas de lona en las que se vende comida grasosa y dulces), cuentos de romance de caballeros (personas cubiertas de chapa que compartían una una obsesión por las torres, los lagartos con alas y las mujeres vírgenes), entre otras rarezas. Por algún extraño motivo, los ingleses han olvidado que la Edad Media fue una época de pobreza extrema, guerras religiosas, absolutismo, tortura,enfermedad, labor forzado, falta de inodoros y ausencia de internet. ¿Por qué esta afición por una época marcada por el olor a letrina y el excremento de caballo? Es un misterio, Alteza.

Un caballero medieval. Sir Elton John, un caballero moderno.

• A pesar de todo, los ingleses sostienen sus hábitos. La tradición que más aprecian es la ida al pub, un edificio religioso con pisos de madera pegajosos, aullidos inentendibles y olor a lúpulo, cebada y orín, en el que los ingleses se congregan después de trabajar. En estos templos se entregan bebidas poderosas que tienen la facultad de cambiar la estructura de la mente, induciendo peleas por el honor de distintos equipos de fútbol, discusiones sobre la gloria de distintos equipos de fútbol y encuentros entre hombres y mujeres. Según tengo entendido, los ingleses utilizan éstas pócimas para concebir niños ya que, sin ellas, la población de la isla se reduciría sustancialmente en apenas unos años.

Nota: tuve la oportunidad de probar cerveza, uno de dichos brebajes, y pude entender su magia: de gusto amargo pero no intenso, con burbujas que dan cosquillas en la garganta y un cuerpo denso y aún así liviano, fue un refresco digno de exportación a las mejores destilerías de Blastonia. Sin embargo, debo advertir que para inexpertos, tomar más de tres vasos puede llevar humillaciones públicas y regurgitaciones.

• A nivel geopolítico, los ingleses son siempre vanguardistas. Unos cien años atrás, por control directo o influencia, Inglaterra era dueña de un tercio del planeta tierra. Aquella carga debió dejarlos exhaustos, porque no sólo renunciaron a la mayor parte de sus colonias, sino que recientemente firmaron un acuerdo llamado “Brexit”, mediante el cual abandonan su relación con el resto del continente europeo, trayendo coherencia política a su geografía, convirtiéndose de nuevo en una isla solitaria.

• Hablando de cansancio, Comandante Suprema, le horrorizaría ver su capacidad de trabajo. Sé que usted ha escuchado con pavor de la “siesta” española y de los “tiempos” latinoamericanos, pero esa picaresca falta de precisión es para estos pueblos algo que trae vergüenza, aunque sea leve. Los ingleses, en cambio, celebran su pereza y han hecho de ella una verdadera institución: sus mercados exponen cientos de góndolas con comidas prefabricadas (desde fideos cocinados y cebollas cortadas, a papas hechas puré) y parece ser que tienen una aversión cultural a la cocina, a caminar, a trabajar horas extra, a mudarse, a responder el teléfono, a inflar sus bicicletas, a acampar. Su actividad preferida es reposar en sillones y contemplar una maravilla tecnológica llamada Netflix, un tipo de anestesiante visual al que la mayoría del país es adicto.

Aquí tiene, Comandante Suprema, una prueba de lo que digo en éste video informativo inglés:

https://www.youtube.com/watch?v=qB_I1YBAozE

Verá, Comandante Suprema, que se trata de una tierra extraña, frontera entre lo inhóspito y lo hostil, llena de peculiaridades. Mi tiempo aquí será forzosamente breve ya que, con la llegada del Brexit, mis papeles italianos (los únicos que pude conseguir por un precio moderado) serán nulos y me convertiré en un inmigrante ilegal.

Si todo sale bien, mi próximo informe será desde las costas doradas de España, un país risueño donde la gente tiene extrañas celebraciones como escapar de la estampida de toros salvajes, hacer peligrosas torres humanas e incendiar ídolos de madera. Además, cuentan con un hermoso idioma llamado “castellano” que, tengo fe, dominaré más fácilmente.

La saluda con respeto, pánico y admiración,

Nikson Vortex


Relato selvaje

por Mariana Schualle


Atamos la hamaca y salté sobre el capullo de tela peruana apretando la mano de Nacho como si fuera un estropajo. La selva era un agujero negro cuando agarré la cámara y me grabé: “Nos perdimos en la selva tropical colombiana pero estamos bien, vamos a pasar la noche acá y mañana buscaremos la salida”.

Unas horas antes le había confesado a Nacho que estaba harta de la playa, que necesitaba un poco de aventura. Sí, tengo hormigas en los pies que no me dejan descansar más de dos días seguidos.

—¿Te animas a subir hasta el Pueblito? —lo desafié.

Salimos del camping mientras los pájaros se despabilaban. Como si fuera un cubo mágico, la selva se transformaba a cada kilómetro: de verde musgo a marrón tierra, de blanco piedra a azul mar, de amarillo palmera a turquesa caribe. Luego de un rato, los árboles crecieron como torres y nos encontramos trepando rocas que parecían huevos de dinosaurio. Las chicharras advertían nuestra intromisión con sus sirenas de ambulancia. Mis piernas se estiraban como chicles y usábamos las ramas como barandas para escalar la montaña.

Después de tres horas de transpiración excesiva, vimos un puesto de información abandonado: habíamos llegado al Pueblito Chairama. En el aire, espeso y húmedo, flotaban partículas que brillaban como bichitos de luz. Recordé las noches platenses de verano, que parecían alumbradas con luces navideñas por la invasión de estos insectos voladores. Todas las fotos que saqué ahí arriba están borrosas, desenfocadas por una bruma densa como vapor de agua y filtradas de naranja atardecer.

En la cima nos cruzamos con Alex, el chico colombiano que habíamos conocido en Taganga, quien nos recomendó bajar por un camino alternativo: “¡Más chévere!”, nos convenció. Anotamos las indicaciones en nuestro mapa mental y después de asimilar las ruinas sagradas de los Tayrona con todo y aborígenes, emprendimos la retirada. Obviamos el primer cartel: “A Cabo San Juan NOT EXIT” y seguimos hasta el próximo: “A Playa Brava”. Esa era la primera instrucción.

Bajamos en picada por un tobogán de tierra de 800 m. de altura en una hora y media.

Abajo, el mar rabioso como perro sin bozal reflejaba la luz del sol imitando un manto de diamantes y el acantilado cortaba el Mar Caribe formando una bahía.

Nuestras sonrisas duraron hasta que Juan, un lugareño que merodeaba la zona, nos informó:

—Por acá la única salida es por la que ustedes bajaron. Para ir a Cabo vuelvan a subir y tomen la bajada que dice: “A Cabo San Juan NOT EXIT”. Son las 16:30, si se apuran llegan para el atardecer al camping.

Una locomotora me enganchó como a un vagón descarrilado, lo agarré a Nacho de un manotazo y me puse al frente de la carrera. Alentando a cuatro vientos, era una yegua al galope que no daba tregua. El tobogán que había sido ventaja se transformó en una anaconda serpenteando nuestro tiempo. Subimos casi gateando hasta la cima y nos frenamos ante un hilo de agua que no reconocimos.

—¿Este árbol te suena? ¿Estos mangos ya estaban acá? —me preguntó Nacho.

—Pará un segundo, pensemos. Nosotros vinimos por allá, así que tendríamos que volver por ahí —señalé.

Nuestra brújula se subió a una calesita y nos dejó varados en el centro de la indignación: “Estamos perdidos, tenemos que pasar la noche acá”, me resigné. Buscamos un claro, Nacho ató la hamaca paraguaya lo más alto que pudo y nos abrazamos en la crisálida de tela. La luz de la luna estampaba siluetas negras sobre el azul profundo del cielo, salpicado de destellos temblorosos como nunca lo vi.

Las chicharras se silenciaron cuando algo golpeó el piso de un cocazo. Escuché silbidos que se confundían con el viento, sopapas despegándose de las hojas húmedas, las ramas crujiendo como huesos rotos y susurros incomprensibles que me ponían la piel de gallina.

Nuestro equipo de supervivencia se reducía a una navaja oxidada, dos naranjas de ombligo, la cámara de fotos y medio litro de agua. Sólo queríamos que la noche pasara rápido mientras que alguien (o algo) masticaba galletitas debajo de la hamaca. Nacho me pidió la cámara, encendió la pantalla y la convirtió en antorcha. Cada vez que escuchábamos un ruido cercano él encendía nuestro fuego digital, pero automáticamente el silencio ocultaba los rastros.

—Mar, tengo ganas de hacer pis —susurró Nacho.

—Aguantate, si te bajas nos caemos —le rogué.

—No puedo, tengo que hacer, agarrate que me bajo —dijo, mientras la hamaca se retorcía de dolor.

Hizo pis a un metro de distancia y saltó al resguardo cuando sintió un chillido. ¿El olor atraía o ahuyentaba a los animales?, dudé mientras escondía los brazos en un pliegue de la hamaca. Inmóvil como una momia intentando no ser vista, olida ni rozada, me desenvolví de un tirón cuando la horqueta del árbol se quebró y caímos con hamaca y todo casi hasta el suelo.

—¡¿Qué pasó?! ¡¿Estás bien?! —gritamos al unísono.

—¡Yo estoy bien! ¿Vos? —lo tranquilicé.

—Bueno, se quebró una rama, bajemos que la vuelvo a atar.

—No, ni loca, aguantemos que faltan unas horas para que salga el sol —intenté evadir la propuesta de apoyar los pies sobre la selva en medio de la noche.

—Dale, no pasa nada, es un minuto.

Como una bailarina de ballet me paré en puntas de pies mientras él amarraba la balsa de tela, con la esperanza puesta solo en el amanecer. Por momentos, sentía una suerte de comunión inevitable con el entorno y respiraba pausado pero con los ojos sellados.

A las cinco de la mañana chilló un jabalí. Fue puntual como el gallo que cantaba cada mañana en el campo chaqueño de mi abuela Ema, dónde pasé las vacaciones de invierno toda mi infancia.

Desatamos la hamaca como marineros expertos y un resplandor de velador que asomaba lejos por encima de los árboles nos definió el este. Recolecté cuatro mangos sin mordeduras de mono colorado y Nacho filtró un hilo de agua con la red de su gorra.

Apuntamos al noreste envalentonados mientras Nacho iba marcando los árboles con un símbolo que solo él comprendía. El objetivo era encontrar el cartel que habíamos pasado por alto la noche anterior, sin embargo, con solo caminar en dirección al camping ya nos conformábamos.

Reviví las tardes en El Bosque de La Plata, cuando mis hermanos y yo nos trepábamos en las grutas de piedra: las cuevas parecían agujeros negros y los túneles conectaban mundos paralelos. Con la virtud de una cabra elegía la piedra más alta, desde donde veía el lago del Bosque y soñaba con aventuras que hoy estaba viviendo, aunque no como las hubiese planeado.

Una madera reposando sobre una i griega de tierra fue el primer rastro de civilización que encontramos. Nacho la levantó y leyó: “A Cabo San Juan NOT EXIT”. Con más dudas que certezas, clavamos el cartel en su lugar como una sombrilla en la arena en un día de viento sur marplatense y buscamos el sendero de bajada.

Nos arrojamos por ese tobogán de tierra agarrándonos de lianas que parecían sogas con nudos de alta mar para no terminar en el fondo del acantilado. Avanzamos como caballos desbocados y después de dos horas surfeando la tierra, oímos el canto de las olas atravesando la selva.

Los últimos metros se convirtieron en una pista de patinaje por la que resbalamos hasta la arena de una playa nudista. Un chico desplegaba sus dotes mientras nosotros lo único que veíamos era esperanza. Cuando le preguntamos cómo había llegado hasta ahí, señaló un sendero en el bosque.

Llegamos a Cabo diez minutos después y nos desplomamos rendidos a la sombra, bañados en transpiración tropical. Cuando le contamos lo sucedido al dueño del camping desesperó: “¿¡No se cruzaron con ningún tigrillo, no los mordieron las serpientes?! ¡Los monos colorados son muy agresivos!”. Sí, el universo había conspirado a nuestro favor esta vez, pensé, mientras pelamos la naranja con la lengua colgando y la mirada clavada en el Caribe.


Las manos de una presa

por Alexandra Correa


[Este texto también salió publicado en la revista Orsai, ¡estamos muy orgullosas!]

Estoy por darme mi primer masaje en una prisión, pensé mientras cruzaba el umbral de entrada. Este era un arco de flores blancas, de pétalos grandes con forma de campana y vegetación verde, tenía algunos corazones de metal colgando con agradecimientos de algunos clientes hacia las presas, había un pequeño jardín, para no más de ocho personas con mesas y sillas hechas de tronco de árboles y una fuente de agua. Olía a incienso, algo habitual en estos lares para espantar a los demonios. Nada que me hiciera imaginar que allí había personas que cumplían una condena.

Estábamos en Tailandia, más precisamente en el norte, en la turística Chiang Mai.

*

Es mi primera vez de todo. Pablo, mi novio, ya conoce Tailandia, Chiang Mai y casi todo el recorrido que estamos haciendo y ya pasó varios calendarios lejos de su tribu porque vivió dos años fuera de Argentina. Yo soy debutante en pasar tanto tiempo lejos de casa y también debutante en estar tan cerca de mí.

Antes de viajar a Chiang Mai, Pablo me dijo que indagara que quería hacer. Busqué en San Google lo típico —“que ver y hacer en Chiang Mai”— y se repetía una constante: los masajes. Ya había comprobado en otras ciudades de Tailandia que todas ofrecían masajes a los turistas y que se trataba de un arte. Uno que dominan muy bien y del cual los tailandeses se sienten muy orgullosos. Mi intriga fue en aumento. No había conversación donde alguien no recomendara o hiciera algún comentario sobre el tópico “masajes”. Incluso había conocidos que ya sabían diferenciar masajes “serios” de los que esconden un “final feliz” (tener relaciones sexuales con la masajista). Llegué a pensar que yo solo quería uno para formar parte de la lista de quienes dicen “estuve ahí e hice lo que se debe hacer”.

A esta intriga se le sumó la culpa. Cuando se viaja de mochilero o con presupuesto ajustado, todo lo que salga de la trilogía de alimento, alojamiento y transporte es un gasto. Y si ese gasto se hace, debemos estar convencidos que valió cada centavo. Así que esta elección de “dónde hacerse un masaje” se convirtió en una responsabilidad.

*

Hasta ese momento en el viaje nunca me había interesado el tópico “Masajes”. En mi mente, que tiene huellas de época de escasez, eso es algo que solo hacen quienes tienen tiempo y plata. Y en mi casa esas siempre fueron dos cosas que no abundaban. Ni siquiera cuando trabajaba mucho y bien me di ese lujo. En alguna parte de mí, esa actividad seguía vedada para algunos y permitida para otros. Quizás por eso mi interés mutó en curiosidad cuando, en medio de mi búsqueda, encontré “masajes en la cárcel de mujeres de Chiang Mai”.

El programa funciona desde el 2002, para aquellas mujeres que no cometieron delitos graves (hurto, estafas, prostitución, etc) puedan encontrar una salida laboral y reincorporarse en la sociedad. También funciona como un ahorro, ya que la plata que generan se les entrega una vez que salen. El programa fue implementado por una directora de la cárcel (Naowarat Thanasrisuthara, que ahora tiene su propio centro de masajes, uno de los más famosos en Chiang Mai). La idea nació al buscar la raíz del problema que sufrían las mujeres que cometen delitos nuevamente. El patrón siempre era el mismo: esposo/padre ausente o preso y ellas sin posibilidades de encontrar un trabajo por la desconfianza que genera una ex presidiaria.

*

El escenario carcelístico que me imaginaba eran puertas blindadas, policías con uniformes de color negro o gris, poca luz, la suficiente para ver mujeres amontonadas con caras hostiles, de enojo y tristeza, esa que se ignora para que no se haga más grande, y mucho olor a cigarrillo.

Llegamos a un jardín interno tras atravesar la vegetación de un verde enérgico como el pasto sintético. Frente a la entrada una oficina pequeña con lugar solo para un escritorio y dos mujeres que nos dieron la bienvenida juntando las palmas de las manos haciendo una reverencia, vestían camisa y pantalón de un color rojo y bordo suaves, olían a la mañana en un bosque de pinos después de llover, llevaban rodetes y, como todo Tailandia, (sospecho a esta altura, después de 20 días recorriendo este país) sonreían.

Me quedé sorprendida como árbol petrificado. Pablo muy natural se sacó los zapatos y entró. Nos dieron turno para dentro de una hora, el lugar era agradable para esperar ahí y tenía wifi, así que aproveché para subir historias y no conectar con mis nervios y ansiedad.

*

Entramos a un cuarto con luz muy tenue iluminado por el sol que se filtraba por algunas ventanas esmeriladas y alguna luz encendida que permitía ver por donde caminar, la gente que se encontraba allí, los asientos y las camillas pero dando cierto aire de calidez e intimidad. Olía a frescura, como si alguien hubiese destapado un frasco con mentol y eucalipto. Pasamos una especie de pasillo que forman los sillones de ambos lados donde hacen foot massage. El lugar no parecía muy grande, pero se notaba que todo estaba bien distribuido y decorado de forma tal que nadie se acordara de que allí funcionaba una cárcel. Los únicos indicios eran los alambres de púas que se extendían en la medianera de la pared que se podía observar en el jardín de espera. Pensé mucho en ello durante todo el tiempo que pase en ese lugar: en las condenas, en la forma que todos tenemos de hacer distinta nuestras vidas, en qué hacemos con nuestra libertad. Voy a pensar en mi familia, en mi mamá sobre todo. No es masajista, pero desde chica recuerdo que le elogiaba sus manos de piel fina, color aceituna, pequeñas pero huesudas. A las manos de mi mamá se le notan las venas y me dan la sensación de fuerza, no de la que puede cargar bolsas de cemento sino de la que puede cargar los restos de una familia que no fue. Ella es de estatura pequeña, como para poner en la mesita de luz, trigueña, pelo negro azabache (incluso hoy que ya es el turno de las canas) ondulado —“es rebelde como yo” dice con orgullo—, los rasgos de su cara no son delicados, dan la sensación que se moldearon con arcilla. El parecido físico con las tailandesas es demasiado. Tanto que cuando se lo dije a Pablo me respondió que pensaba lo mismo pero no quiso decirlo para no ponerme triste. También recuerdo a mi mamá por una frase que me decía y que volvió a mi cabeza en este lugar. Durante una época de nuestras vidas en que éramos carentes de todo -sobre todo de afectos-, mi mamá me dijo que yo la había salvado. Yo tendría unos 6 u 8 años y no le di mucha importancia. Cuando fui creciendo esas mismas palabras tomaron otra forma, otro lugar en mi vida. Y en el rompecabezas de mi historia familiar, esa frase fue una pieza que dio sentido a todo lo demás.

Entendí que la cárcel puede ser un lugar, una persona, nuestros cuerpos, una vida que no queremos. Entendí que mi mamá puso en mí una fuerza que lleva ella adentro hasta el día de hoy: yo solo fui la chispa que encendió ese fuego.

Sin querer, tracé un paralelo entre estas mujeres y donde podría estar mi mamá hoy si yo no la hubiera “salvado”. ¿Qué delito cometieron? ¿Qué pasó en sus vidas que no tuvieron ese “alguien” que las salvara como a mi mamá?

*

La señora que iba a ser mi masajista se acercó. Estaba vestida de un violeta claro, llevaba pantalón y una especie de casaca, como los médicos. Se sentía suave su ropa y olía a jazmín, mi flor preferida. Me sonrió desde el extremo de la cama donde estaba acostada. Juntó las manos e hizo una reverencia. Le sonreí y, no sé por qué, se me empañaron los ojos. Empezó por mis pies, sentí sus manos, sus dedos intentaban hacer sonar los dedos de mis pies. Su piel era suave y tirante, aunque se notaba que era una persona mayor, de color aceituna, como mi mamá, pensé otra vez. No quería llorar, me sentía ansiosa y alegre por la experiencia, pero en todo el tiempo que duraron los masajes yo fui un vaivén de sentimientos y recuerdos. No imaginaba que un simple masaje pudiera disparar las imágenes de mi mama y sus cuidados, sus esfuerzos porque no nos faltara nada (soy la menor de tres hermanos), sus tardes ausentes para hacer horas extras, su discurso repetido que estudiar era todo lo que nos podía dejar y su frase eterna vos me salvaste la vida.

Me emocionan siempre las mujeres que pasaron por algún calvario y pudieron encontrar la forma de superarlo. Creo, que más que por ser ejemplo de superación, porque sirven de hilo conductor hacia mi propia historia.

Y mientras esta señora me pidió que me diera vuelta porque se iba a encargar de mi espalda, yo agradecí en silencio, ya no pude contener las lágrimas. No era acá ni ahora donde el pasado tenía que venir. Cruzamos miradas con Pablo, que estaba sonriente en la cama de al lado. Me preguntó bajito si estaba todo bien, y yo asentí. Pensé en las profesiones que estas mujeres encuentran cuando quedan al margen del camino. Pensé en esas manos que me trataban con amor y firmeza, si ya eran así antes, si entre rejas se puede aprender con amor. Pensé, si cuando tuvieron oportunidad, si es que la tuvieron, hubieran elegido ser masajistas. ¿Mi mamá habrá querido ser costurera siempre? ¿Quién le enseñó? ¿Cómo fue su primer día? Por momentos cerré los ojos, quizás así ahuyentaba a mis fantasmas. La señora me pidió que me diera vuelta y me pusiera de frente, intuí que estábamos por terminar. Es paradójico porque uno de los últimos masajes fue una especie de abrazo que nos dimos para aflojar mi espalda y es justo lo que necesitaba. Cerré los ojos, junté mis manos y le agradecí, casi no pude decir nada, menos en inglés y mucho menos en thai.

*

Cuando estudiaba antropología, uno de los autores que más me gustaba era Foucault, él hablaba del ejercicio y la circulación del poder. Me gustaba mucho por dos cosas: por entender que el poder nunca estaba en un solo lugar depositado, sino que era algo que circulaba y que todos en algún momento podíamos ejercerlo y lo otro, porque hablaba de las estrategias de resistencia que siempre desarrollamos como respuesta ante el poder que reprime.

Me gusta imaginar a estas mujeres empoderadas cuando están ejerciendo como masajistas como contrapartida de lo que imagino debe ser un lugar oscuro, caluroso, solitario como una cárcel. Me gusta imaginar que yo, durante esa hora, fui su estrategia de resistencia para sacarle la lengua a una sociedad y a un mundo que nos deja como barquito de papel en medio del mar. Me gusta imaginar que fui un poquito de esa misma fuerza que fui para mi mamá, hace algunos años atrás.

Sri Lanka: La historia de una foto

Por María José Clutet


Sobre el mejor té del mundo navega el cadáver de una hormiga. Parece desafiar la sofisticación que esta bebida representa para la cultura inglesa. El té que estoy tomando se importará a Inglaterra, llenando las tazas de las señoras copetudas cuando sea el five o’clock tea. Pero acá se toma todo el tiempo, con todas las comidas y mejor si es con una hormiga dentro. Es la bebida que sale de las hojas que nacen en las praderas verdes de este país casi ignorado: Sri Lanka.

Estamos tomando el mejor té del mundo en la casa de un matrimonio joven con dos hijos pequeños. La bebida proviene precisamente de las plantaciones que ellos mismos trabajan. Peco todo el tiempo de pequeña burguesa occidental y les pregunto: “¿En serio es el mismo té que ustedes cosechan?” y ella me responde: “Sí, claro” con total naturalidad.

“Extraviarse y explorar comienzan con la misma sílaba”, canta Martin Buscaglia, un uruguayo que escribe lindas canciones. Y así es como esa mañana salimos decididos a perdernos para conocer la verdadera esencia del pueblo cingalés. Con Pablo coincidimos que el paisaje era atractivo en sí mismo y con transitarlo era suficiente, sin importar llegar a un lugar específico. Nos sentíamos dentro de un cuadro: estábamos en medio de plantaciones de té, arvejas y arroz.

Llegamos a una plantación que parecía desierta. Sólo había un perro que nos ladraba con insistencia, cumpliendo el rol de guardián del té. Ante la insistencia perruna, apareció un muchacho joven que se presentó tímidamente en un inglés tan limitado como el mío. Creo que el pobre muchacho pensó que éramos anglosajones y se entusiasmó al encontrar extranjeros para practicar el idioma que estudiaba como autodidacta a través de un viejo libro. Sólo espero que no haya creído que mi pronunciación era correcta.

El joven —que se presentó como Joshua— llamó a su esposa agitando los brazos como si se hubiese enterado que ganó el Quini. Ella llegó y se sorprendió que tanta alegría se debiera a nuestra simple presencia. A mi me sorprendió que fuese más joven que yo. Llevaba un vestido de color rojo gastado con margaritas. En sus brazos sostenía a su hijo más pequeño y junto a ella estaba la hermana mayor, una réplica suya a menor escala. El nene tenía unos cuatro años y llevaba puesta una remera de los Angry Birds y yo me pregunté si realmente conocía esos dibujitos. Los dos niños estaban descalzos. Entre las separaciones de los dedos de sus pies se colaba la tierra oscura y espesa de la cual salía el té que se tomará del otro lado del hemisferio.

El matrimonio en cuestión eran sólo dos jóvenes, obligados a ser adultos. Él tenía veintiséis y ella veinticuatro. Eran más jóvenes que nosotros y sin embargo teníamos vidas muy distintas. Pensé en cómo las condiciones y el lugar donde naces determina —en cierta medida— cómo será tu vida. No quiero decir que las cartas están marcadas y si naces en Sri Lanka tu vida quedará condicionada a las plantaciones de té porque eso es sólo si tenés algo de suerte. Dependiendo de tu religión —hinduista o budista— podrás estar de un lado u otro de la guerra civil. Dependiendo de tu origen social podrías ser mercancía del turismo sexual. Sri Lanka es un país de contrastes: su gente es amable y mucho más tranquila que sus vecinos, los indios; pero también guarda las necesidades y sufrimientos propios de un país asiático en vías de desarrollo.

Charlamos sobre temas que siempre quedan bien en cualquier parte del mundo: el clima y el paisaje. Pablo les pidió permiso para tomar una fotografía de los cuatro, a lo cual accedieron con un poco de timidez que no les impidió la alegría solemne de la foto familiar. Enseguida se entabló una relación de intercambio, nosotros teníamos algo que queríamos: la postal de una típica familia cingalesa en sus plantaciones de té y ellos querían algo que nosotros teníamos: la foto. Ella me pregunto si se la podíamos mandar, a lo cual yo respondí: “Claro que sí, dame tu Facebook”. Se imaginan la cara que me puso, difícilmente tendría Facebook ya que no tenía acceso a una computadora o a un celular. Pero de eso me enteré después, porque mi insistencia fue mayor cuando me dijo: “Mandámela por correo” y yo atiné a anotar su correo electrónico pero ella agarró un papel medio arrugado y comenzó a escribir las coordenadas para dar con su casa. La vivienda no era más con una estructura rudimentaria de techo de paja ubicada en medio de las plantaciones en pleno monte. pensé que era espacial y temporalmente imposible mandar esa foto desde Argentina. Creo que ellos no se daban una idea de lo alejados que vivíamos.

Nos fuimos con el papel en el bolsillo y nos despedimos alegres por la efusividad del encuentro. Lo miré a Pablo y le dije: “Es obvio que no vamos a mandar esa foto por correo pero ellos esperan recibirla. ¿Por qué no la imprimimos y se la llevamos a la tarde como regalo?”. Pablo me miró sorprendido, creo que no se esperaba mi idea pero me siguió el juego.

Esa actividad que pensamos sería sencilla se convirtió en una odisea asiática. Imprimir la foto era más difícil que conseguir cerveza. Tarea que también es harto compleja en Sri Lanka. No encontrábamos ningún lugar en el centro que imprimiera fotografías y cuando finalmente encontramos uno, no tenía papel fotográfico. En un país donde los recursos son limitados tener una casa de fotografía con papel fotográfico es un exceso. La cuestión es que el ansiado papel se mandó a buscar a otro poblado y tardó unas horas en llegar. Finalmente logramos imprimir la fotografía y fuimos a regalarla. Eran como las seis de la tarde, no queríamos importunar porque a esa hora las familias cingalesas ya se preparan para cenar.

Finalmente encontramos la casa, tarea que tampoco fue sencilla pero resultó exitosa gracias a la capacidad de ubicación de Pablo. Si fuera por mí todavía estaría dando vueltas en las plantaciones de té. La familia no se esperaba nuestra visita sorpresa y ni se imaginaron cuál era el motivo, sin embargo nos abrieron las puertas de su casa que constaba de dos pequeños ambientes. Todo el mobiliario estaba compuesto por una repisa con algunos libros y una pequeña mesa con dos sillas donde nos invitaron a sentarnos.

Les regalamos la foto y se sorprendieron. A cambio nos ofrecieron su propio té para tomar y unos dulces del año nuevo cingalés que se había celebrado el día que llegamos al país. Eran unos bollos de pura azúcar, no aptos para diabéticos. Les explicamos que decidimos traerle la foto en persona porque no creíamos posible que llegara por correo.

Comprobamos que la foto que les regalamos era la única foto familiar que tenían. La pusieron junto a la foto escolar de la hija mayor. Casi no dejaban que la taza de té se vaciara. Hablamos poco pero nos entendimos mucho. Al momento de irnos, Joshua nos ofreció acercarnos a nuestro hospedaje en el tuc-tuc que manejaba para obtener ingresos extras. Nos subimos todos, éramos seis en total. Luego, nos despedimos con la promesa insensata de que nos volveríamos a encontrar.